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Cada avance científico se encuentra detrás de una puerta que se abre solo con las preguntas adecuadas. Tras ella hay un bosque inmenso cuya cartografía se va conociendo mediante la investigación cuidadosa y la generación de tímidas hipótesis que hay que ir comprobando o refutando. En cualquier caso, tanto hoy como en el siglo XIX, la prisa y las conclusiones precipitadas no suelen ser buenas compañeras de la ciencia, porque a menudo conllevan grandes errores, riesgos innecesarios o problemas éticos no resueltos. Las células madre y su uso terapéutico es uno de esos avances prometedores, en los que, paralelamente a la investigación científica seria, ha habido fraudes con la intención de ponerse laureles inmerecidos o de lucrarse en nombre de falsas novedades.
En el caso de las células madre, la pregunta se fue definiendo a medida que se iba adquiriendo conocimientos más precisos sobre el desarrollo del embrión humano. Era una de aquellas preguntas que, cuando alguien ya la ha formulado, parece sencilla y obvia; sin embargo, el mérito es ser el primero en plantear el interrogante. Ya sabemos: un espermatozoide fecunda un óvulo, sus respectivos materiales genéticos se fusionan y constituyen una célula única inicial llamada cigoto.
En pocas horas, mediante un proceso de mitosis, el cigoto se divide en dos células, luego en cuatro, ocho,.... y va adquiriendo un aspecto semejante a una mora microscópica que se denomina técnicamente mórula.
Cuando hay 64 células, las divisiones dejan de ser simétricas, de modo que las células de la periferia de esa mórula se especializarán para formar la placenta, mientras que las interiores irán formando los órganos del embrión; ahora, la mórula se llama blástula.
Hay algo interesante en el proceso de la embriogénesis: las células de la mórula son las que terminarán formando tejidos tan distintos como el pelo, la piel, el músculo o las neuronas. En otras palabras, son células que contienen la información necesaria para transformarse en cualquier célula del organismo y, por ello, se llaman células pluripotenciales.
En este caso, la pregunta que abrió la puerta a la investigación con células madre y su aplicación terapéutica fue la siguiente: ¿se podrían utilizar estas células de las que derivan todas las demás para reponer un tipo específico de célula dañada, defectuosa o que el organismo no pueda producir debido a alguna enfermedad?
Con el avance de la histología durante el siglo XIX se vio que, aparte de las células embrionarias, el adulto también tenía unos tipos celulares indiferenciados que le permiten reparar algunos tejidos o proporcionar células nuevas. El médico alemán Arthur Pappenheim fue el primero en postular la existencia de unas células de la médula ósea que mediante una diferenciación dan lugar a los glóbulos blancos, los hematíes y las plaquetas. Se llaman células madre hematopoyéticas.
El hallazgo quedó ahí, hasta que en la década de 1950 investigaciones sucesivas permitieron saber que los ratones sometidos a enormes radiaciones lograban sobrevivir si se les administraba médula ósea procedente de ratones de la misma cepa; años después se descubrió que la supervivencia se debía a que las células de la médula del donante se reproducían en el receptor. Entre 1956 y 1959 se llevaron a cabo algunos trasplantes en pacientes con dolencias diversas, los resultados no siempre fueron exitosos, pero se demostró que era posible hacerlo. Finalmente, Mathe y sus colaboradores publicaron el caso de una persona expuesta accidentalmente a radiación atómica que sobrevivió gracias a un trasplante de médula ósea. La puerta que llevaría a un nuevo campo en terapéutica estaba a punto de abrirse. Durante la década de 1960, los canadienses Ernest McCulloch y James Till, de la Universidad de Toronto, pensaron que esta plasticidad podría tener alguna aplicación terapéutica y su reflexión llevó, unos años más tarde, a los trasplantes de médula ósea.
En determinados tipos de cáncer de las células sanguíneas (como algunas leucemias), es posible aprovechar la peculiaridad de las células madre hematopoyéticas para la curación del paciente. El fundamento es similar al estudiado unos años antes con los cobayas expuestos a radiaciones: la quimioterapia es altamente eficaz para eliminar los glóbulos blancos malignos; sin embargo, es muy poco específica, así que, además de los glóbulos blancos, también elimina plaquetas y hematíes. El trasplante de una médula ósea sana a una persona con leucemia a quien se han eliminado las células malignas hace que el paciente vuelva a producir células sanguíneas normales gracias a esta cepa de células madre sanas; millares de pacientes se han beneficiado de este avance.
Con el tiempo se han conseguido solucionar en buena medida problemas como el rechazo: las células proceden de otra persona, de modo que hay que buscar donantes que sean compatibles con el receptor; además, hay tratamientos farmacológicos que ayudan a mitigar la posible respuesta inmunológica del receptor. Lo ideal sería disponer de células propias, porque así no habría duda sobre la compatibilidad; el problema es que las células de la persona afectada no están sanas. ¿Y entonces? La respuesta vino de la mano de otro hallazgo interesante en el que participaron, entre otros, el grupo de Hal E. Broxmeyer de la Facultad de Medicina de la universidad norteamericana de Indiana: la sangre del cordón umbilical y la placenta contiene células madre hematopoyéticas, células progenitoras hematopoyéticas y, probablemente, otras células similares a las embrionarias pluripotenciales. En 1989, estos autores publicaron el primer caso de curación de un niño que padecía anemia de Fanconi, un tipo hereditario grave, tras recibir sangre umbilical conservada de su hermana gemela sana. Por tanto, parecía interesante poder conservar la sangre del cordón umbilical de todas las personas para, en el futuro, poder disponer de células propias sanas que permitiesen regenerar tejidos y órganos. Los biobancos, donde se conservan tejidos y sangre congelados y etiquetados, empezaban a cobrar sentido. Además, trabajar con la sangre del cordón umbilical no tenía tantos problemas éticos como con embriones; pero sí supone un coste muy considerable.
En el mundo del siglo XXI, cualquier avance científico pasa por el altavoz de los medios de comunicación. Esto aumenta el conocimiento de las personas y acerca la ciencia a quienes no son científicos; sin embargo, conlleva el peligro de dar por ciertas algunas hipótesis, magnificar resultados modestos o contribuir a tergiversar datos en favor de acciones lucrativas. En casi todos los órganos sólidos del cuerpo se han identificado células madre residentes, y este conocimiento ha estimulado enormemente la investigación para lograr una verdadera medicina regenerativa. La idea de fondo es que, si somos capaces de dominar unas células que, adecuadamente manipuladas, tengan el potencial para transformarse en cualquier célula que necesite ser sustituida, se abre un abanico terapéutico impresionante.
El problema es que la investigación en este campo es muy heterogénea. Hay algunos ensayos clínicos bien diseñados y multicéntricos que siguen las pautas de los comités éticos de investigación gubernamentales, pero también hay numerosas iniciativas privadas no tan rigurosas. Es tanto el potencial del tratamiento con células madre y la medicina regenerativa, que el campo para la imaginación es fértil. Ello ha llevado, por ejemplo, a la eclosión del turismo de las células madre, en países como China, Thailandia, Corea del Sur o Ucrania, donde la normativa en investigación con células madre no es demasiado estricta, de modo que se anuncian numerosas clínicas en las que se realizan estas terapias con la promesa de que mejoran dolencias como la esclerosis múltiple, Parkinson, Alzhéimer, lesiones medulares e incluso la calvicie.
Las terapias milagrosas no existen, ni con células madre ni con ningún fármaco. Hoy sabemos que los conocimientos realmente importantes y novedosos son el fruto de un camino laborioso que requiere un tiempo de incertidumbre y comprobación.
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