Si una célula madre indiferenciada se coloca sobre una superficie muy blanda se transforma en neurona; por el contrario, si se coloca sobre un material duro, rígido, se especializa en célula ósea. Y si se sitúa a medio camino, surgen entonces células de músculo. No necesita ningún estímulo químico, sino que puede evolucionar en función del entorno físico.
Este experimento, que presentó en el 2006 un equipo de la Universidad de Pensilvania, cuestionaba el paradigma clásico de que las células crecen, se diferencian, se orientan, se contraen, se dividen y realizan cualquier otro proceso imaginable gracias a señales químicas que se envían entre ellas. En definitiva, que todo es cuestión de moléculas. "Ahora sabemos que las fuerzas físicas son también fundamentales", resume Xavier Trepat, investigador del Instituto de Bioingeniería de Cataluña (IBEC). Sus trabajos en este campo intentan entender el movimiento que, entre otros aspectos, lleva a las células a especializarse desde la fase embrionaria, a cicatrizar una herida abierta, a causar una inflamación o a migrar desde un tumor y ocasionar una metástasis.
El desarrollo celular no puede entenderse sin hablar de ambientes, de contactos, de viscosidad, de geometrías. "Para comprender cómo se mueve una célula dentro de un tejido hemos de entender las fuerzas físicas que ejerce esa célula y también las que la rodean", insiste el investigador, que dirige en el IBEC un grupo multidisciplinar de 13 personas. Si se logra, confía, podrá controlarse el movimiento de las células.
Un curioso experimento realizado en el IBEC consistió en tomar un cultivo de células y ponerlo en un molde rectangular para observar qué sucedía cuando se retiraban las barreras que lo constreñían. El resultado fue que, sin estímulo bioquímico, las células se extendieron de forma natural en todas las direcciones. "Lo que parece claro es que tienden a ocupar los espacios vacíos", sintetiza. Es lo que sucede cuando hay una herida. Tres años atrás, el mismo equipo había observado un fenómeno que bautizó como plitotaxis: las células migratorias tiran las unas de las otras de una forma muy desordenada, aunque efectiva, para alcanzar su meta común. El equipo de Trepat ha creado unos sensores capaces de medir esas fuerzas tan minúsculas que llevan a las células a moverse. Se miden en nanonewtons, es decir, que la fuerza que una célula ejerce sobre su vecina puede ser mil millones de veces más pequeña que la fuerza que hace un bolígrafo al caer sobre una mesa.
Un estudio reciente del IBEC y el University College de Londres también ha analizado un proceso de migración colectiva en el que las células realizan movimientos sincronizados como si estuvieran jugando al pilla-pilla. Concretamente, las células de la cresta neural, una estructura embrionaria de los vertebrados, persiguen a otros tipos de células, las placodas, láminas que forman los órganos sensoriales, y que huyen a su vez cuando están a punto de ser alcanzadas. Según Trepat, "es como el asno que persigue la zanahoria".
Otro estudio, todavía en fase preliminar, ha observado que las células de un tumor interaccionan físicamente --se tocan-- con los fibroblastos, células presentes en el entorno. "Por mecanismos que aún desconocemos, los fibroblastos son secuestrados por el tumor y este los transforma para que le ayuden a moverse hacia fuera". Es decir, a iniciar una metástasis.
Lógicamente, el gran reto en este campo no es solo entender los procesos de migración, sino cómo intervenir sobre ellos. "Si se trata de un mecanismo bioquímico, puedes actuar farmacológicamente, pero ¿cómo inhibes un movimiento físico? Es difícil, pero es a lo que aspiramos", asume Trepat.
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