Italia soluciona por lo judicial lo que la política tarda en decidir. La fiscalía de Turín ha formalizado varias acusaciones contra Davide Vannoni, quien inventó el método Stamina, una terapia con células madre no acreditada por ninguna institución sanitaria nacional ni aprobada por la comunidad científica. En el medio de un tira y afloja de autorizaciones y prohibiciones que se alarga desde hace cuatro años, unos treinta pacientes incurables –entre ellos niños pequeños– se sometieron a este protocolo en el hospital público de Brescia (cerca de Milán).
El asunto divide al país. Por un lado, enfermos, familiares y algunas asociaciones reivindican el derecho de cada uno a decidir cómo medicarse. Por otro, los científicos necesitan pruebas para aprobar un tratamiento, aunque se trate de un cuidado compasivo, que intenta capear los síntomas de enfermedades gravísimas sin cura conocida. El Gobierno aún no se ha pronunciado de forma definitiva sobre si es lícito o no recetar la terapia. Ha sido un fiscal de Turín, donde tiene su sede la Fundación Stamina, quien ha puesto un primer punto firme en la cuestión: Raffaele Guarinello ha anunciado la conclusión de su investigación, y considera que ha encontrado material suficiente para llevar al banquillo a Vannoni y a 19 colaboradores con la acusación de asociación delictiva, fraude y suministro peligroso de fármacos. El Tribunal debe ahora fijar la fecha para que empiece el juicio oral.
El método Stamina consiste en extraer células de la médula del paciente o de un donante, cultivarlas durante unos 20 días e inyectarlas en la espalda. “Funciona. Lo experimenté sobre mí mismo”, dice Vannoni, que enseña psicología en la Universidad de Udine. “Un virus me destruyó por completo un nervio facial", recuerda. "En 2004 acudí a un laboratorio en Ucrania. Con cuatro inyecciones, recuperé el 50% de la funcionalidad”. Al principio, Vannoni operaba en clínicas privadas. En 2006, un decreto ministerial abrió paso a los llamados cuidados compasivos, que establecen que en casos para los que no existen terapias reconocidas, un paciente puede decidir someterse a tratamientos no experimentados.
En mayo de 2010, la Agencia Italiana del Medicamento inspeccionó el laboratorio de Brescia donde se extraen, manipulan y conservan las células. El veredicto era inequívoco: “Las condiciones de mantenimiento y limpieza no garantizan la protección del material de contaminaciones. Los historiales clínicos no explican bien las condiciones y evolución del paciente”. Estas consideraciones empujaron a la agencia a suspender la actividad de Stamina.
“Lo de Stamina no es ni ciencia ni medicina, es alquimia”, comenta Elena Cattaneo, quien lleva 20 años experimentando con células madre en la Universidad de Milán y, en agosto, fue nombrada senadora de por vida por el presidente de la República gracias a sus méritos en la investigación. En la misma línea se expresó la prestigiosa revista Nature. Sanidad nombró entonces un Comité científico que consideró peligroso el protocolo tanto en el aspecto farmacológico como por la carga emocional que conlleva en personas con enfermedades incurables. Sin embargo, otro tribunal consideró que el Comité gubernamental no era imparcial y desestimó sus conclusiones.
En esta situación confusa, los pacientes y sus familiares recurrieron a jueces locales que decidieron caso por caso, cada uno según su propia sensibilidad, si autorizar el cuidado. La acusación del fiscal Guarinello cayó en este punto de la turbulenta contienda. Ahora Vannoni está acusado de asociación delictiva con fines de fraude contra el servicio sanitario nacional, suministración peligrosa de fármacos, ejercicio ilegal de la profesión médica y otros delitos menores. Entre los otros 19 acusados está el industrial Gianfranco Merizzi, presidente de la empresa farmaceútica Medestea, uno de los principales patrocinadores de la Fundación Stamina. También está imputado el vicepresidente de la fundación, Marino Andolina, el médico que practica las inyecciones.
“Lo que queremos es un decreto nacional que nos permita elegir cómo queremos curarnos. ¿Por qué debe decidir otro sobre mi vida y mi muerte?”, pregunta Sandro Biviano, 23 años, con distrofia muscular.
A falta de una definitiva norma estatal, el “caso Stamina” avanza lento entre tribunales y plazas, y se está transformando en un diálogo imposible entre razón y sentimiento, un laberinto donde se pierden convencimientos opuestos, esperanzas y certezas.
Biviano lo resume para todos: “La ciencia no me ofrece nada. Ni media píldora. El Estado me da 450 euros de pensión. Somos vidas con contrato temporal. Quiero que se me reconozca el sagrado derecho de intentarlo todo”. Junto a su hermano Marco, también relegado a la silla de ruedas por la misma enfermedad, llevan meses acampados frente al Congreso. Su tienda, montada en el centro cívico 117 A de la plaza de Montecitorio y equipada con nevera y fogones, se ha transformado en el cuartel general de los 23.000 que apoyan a Stamina. Los romanos pasan, observan, preguntan. Muchas veces les dejan comida y palabras de ánimo.
Atrincherados cada uno en su bando, con todo que perder en la lucha, enfermos y científicos esperan una palabra definitiva desde Montecitorio. Quizás antes llegue el fallo de un juez de Turín.
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