Aunque los primeros pasos de la reprogramación celular los dio John Gurdon a finales de los años cincuenta, el término de célula madre ya fue propuesto por el histólogo ruso Alexander Maksimov (1874-1928) en un congreso de la Sociedad de Hematología alemana en Berlín, cuando postuló la existencia de células madre hematopoyéticas. La explosión llegó sin embargo con la clonación de Dolly en 1996, con el aislamiento en 1998 de las primeras células madre embrionarias por James Thomson y su equipo de la Universidad de Wisconsin-Madison, y con el hallazgo por Shinya Yamanaka en 2006 de las células madre pluripotentes inducidas (iPS), que este año ha compartido Nobel con Gurdon.
En la última década no ha habido ningún otro campo en la investigación médica que haya deparado tanto interés, por sus expectativas terapéuticas y regeneradoras y por las controversias desatadas. "Estamos ante la perspectiva prometeica de la eterna regeneración", decía con tremendismo impropio un editorial del New England que comentaba las posibilidades de las células embrionarias. El debate que ha suscitado en la última década el empleo de células embrionarias para la investigación, con la consiguiente destrucción de embriones, quedó truncado de repente por el descubrimiento de Yamanaka, "un raro ejemplo de hallazgo científico que resuelve más problemas éticos de los que crea", según comentó Tom Douglas, del Centro de Práctica Ética de la Universidad de Oxford. Y Julian Savulescu, director de dicho centro y gran defensor de las embrionarias como fuente de eterna juventud, reconocía con honradez que Yamanaka "se ha tomado en serio las preocupaciones éticas sobre la investigación con embriones y ha modificado la trayectoria de este ámbito en un camino aceptable para todos. Merece no sólo el Nobel de Medicina sino también el Nobel de Ética", en caso de que hubiera.
Aunque todos coinciden en sus inmensas posibilidades, las iPS de Yamanaka aún no están curando nada; sí lo están haciendo las células madre adultas, en especial las muy conocidas hematopoyéticas, con las que hay medio millar de ensayos clínicos en el mundo. Pero las iPS, al derivarse del propio paciente, se perfilan como un excelente modelo personalizado para estudiar enfermedades, mutaciones, predisposiciones o resistencias. Es decir, son un fantástico tubo de ensayo individualizado que ayudará a identificar dianas farmacológicas, revelar efectos secundarios, recapitular trastornos humanos para los que no hay modelos animales, como algunas formas de distrofia muscular, descubrir diferencias fisiológicas entre razas o la distinta eficacia y toxicidad de fármacos en grupos concretos de pacientes o no respondedores. Es decir, una auténtica mina de profundidad ilimitada, a la que sin embargo habrá que acceder despacio y con prudencia para evitar abusos y entusiasmos desmedidos que, como ocurrió con la terapia génica, defrauden las esperanzas de pacientes y desacrediten los esfuerzos de los científicos.
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