Tras medio siglo de investigaciones, la ciencia de las células madre ha obtenido el mayor de los reconocimientos científicos, el Premio Nobel de Medicina o Fisiología. El galardón reconoce el origen y el hasta ahora final mediante dos figuras emblemáticas, el pionero John B. Gurdon y al innovador Shinya Yamanaka.
© Burnham Institute for Medical Research/California Institute for Regenerative Medicine
Xavier Pujol Gebellí | madri+d
Para unos, el Instituto Karolinska se ha apresurado concediendo el Premio Nobel de Medicina o Fisiología en su edición de 2012 a la “reprogramación celular”; para otros, el reconocimiento llega en un momento más que oportuno: certifica la validez de un descubrimiento que ha levantado incontables controversias y que se encuentra suficientemente maduro para nuevas singladuras. Muy probablemente, ambos extremos tienen su parte de razón, pero lo que no puede negarse es que se trata de una concesión valiente que, extrañamente en la conservadora conducta de la Academia de Ciencias sueca, tiene más de futuro que de pasado.
El mérito de John B. Gurdon, afincado en Cambridge desde la década de los setenta del pasado siglo, consiste, según la Academia sueca, en haber demostrado que toda célula madura “puede ser reprogramada” hasta alcanzar el estadío de pluripotente. Dicho de otro modo, que las células ya especializadas de cualquier organismo, el humano incluido, pueden desandar el camino de la especialización hasta un punto a partir del cual puede generarse el mismo tejido o bien otro distinto.
El problema del cómo, resuelto finalmente por Shinya Yamanaka con su propuesta de manipulación de únicamente cuatro genes, vendría a cerrar un capítulo que empezó a escribirse formalmente con el experimento de Gurdon en 1962 y que culminaría con la aportación del investigador japonés en 2006. El Nobel, pues, resume medio siglo de ciencia que arranca reescribiendo nuevas tesis en Biología y cierra contando cómo traducirlas en realidad.
El camino iniciado por Gurdon en la década de los sesenta abriría muchos años después vías desconocidas y polémicas como pocas, puesto que establecería los principios de la clonación y, con ella, el nacimiento de la oveja Dolly, el primer mamífero clonado, y el vasto y controvertido campo de la investigación en células madre. Pero al principio, no era eso de lo que se trataba.
Lo que pretendían Gurdon y sus colegas era entender las características genéticas del núcleo celular y, con ellas, si había algo en común en las distintas células especializadas. Por aquel entonces, poco se sabía en materia de genética molecular y mucho menos del determinante papel del ADN como el gran libro de instrucciones que es. Al menos, no en sus términos actuales.
Gurdon demostró que todas las células, por especializadas que sean, contienen el mismo material genético en su núcleo. Por tanto, que no perdían genes a medida que se especializaban como se creía hasta entonces. Y lo hizo a partir de un experimento que se ha convertido en un clásico. Reemplazó las células inmaduras del huevo de una rana con el núcleo de una célula de intestino y este se convirtió en un renacuajo normal. El experimento evidenció que el ADN de la célula madura todavía contenía toda la información necesaria para desarrollar todas las células de la rana.
Sin llegar al ostracismo, el interés por la investigación en células madre y por la transferencia nuclear, clave para la clonación, decayó ante la falta de incentivos en forma de aplicación. Se trataba de avanzar en conocimiento fundamental para la comprensión de la maquinaria celular, pero no se vislumbraba otro interés que el meramente intelectual (ya de por si valioso) o el que podía aportar algún visionario en la cultura de la ciencia ficción. Si la clonación, aunque en términos rudimentarios era factible, ¿por qué no imaginar mundos de clones?
Todo cambió abruptamente mediada la década de los noventa, prácticamente 30 años después. Primero, de la mano de Ian Wilmut y su oveja Dolly, nacida en 1996 en el escocés Instituto Roslin de Edimburgo; poco después, en 1998, James Thomson, de la Universidad de Wisconsin, publicaba en Science el hallazgo de que las células embrionarias pueden multiplicarse en el laboratorio, y a partir de ellas diferenciarse en los diferentes tipos celulares. Es decir, que las células de un embrión de unos pocos días podía aislarse y a partir de ellas originar cualquier tipo de tejido y, quién sabe, de órgano.
El descubrimiento abrió la veda a lo que desde entonces se conoce como medicina regenerativa, cuya base se ha visto socavada por múltiples polémicas. La principal, el origen de las células madre, el embrión, y sus implicaciones de carácter moral, inexistentes si se trata de una célula madre adulta.
Como es bien sabido, para la obtención de las células madre embrionarias es preciso destruir el embrión. Si es humano, las implicaciones son obvias, especialmente por motivos de creencia religiosa, aunque no son pocos los que consideran que se trata de un aborto. El uso de embriones sobrantes de técnicas de fertilización in vitro ha sido, en estos años, un parche de consenso para continuar con las investigaciones aceptado, en no pocos casos, a regañadientes.
La irrupción de las células pluripotentes inducidas, ya en 2006, cambió el escenario. De acuerdo con los hallazgos de Shinya Yamanaka, es posible revertir cualquier célula adulta en una pluripotente y de ella derivar potencialmente cualquier tipo de célula especializada, base de todo tejido y de un buen número de órganos. Yamanaka, ahora reconocido con el Nobel, cerraba el círculo.
El concepto de medicina regenerativa responde al anhelado sueño de reparar, recomponer o reconstruir tejidos dañados por un traumatismo o una patología de modo que no sea necesario reponerlo por entero. El objetivo es aprovechar la capacidad de multiplicación y especialización de una célula pluripotente para de este modo regenerar las partes dañadas.
Las ventajas que se le presuponen a esta aplicación biomédica son múltiples. De un lado, al proceder el “tejido reparador” de una célula somática del propio individuo, las posibilidades de rechazo disminuyen drásticamente. Por el otro, evitaría intervenciones quirúrgicas mayores como las que representan los actuales transplantes de órganos.
Antes, sin embargo, hay aspectos a resolver. Por ejemplo, concluir con éxito y eficacia mayor el proceso de especialización celular; evitar la aparición potencial de tumores, uno de los talones de Aquiles del sistema; finalmente, probar que el sistema propuesto es efectivamente aplicable a humanos sin riesgo y con los resultados previstos, algo para lo que queda todavía un largo trecho.
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